viernes, 10 de marzo de 2017

De cómo el deporte lo cambió todo

Que hace poco más de cuatro años yo renegaba del deporte. Que llegué a pesar 92 kilos y a pensar que me moría subiendo una cuesta. Que la primera vez que me metí en un entrenamiento de los de Juan Carlos estuve con agujetas una semana y con hielo un par de días. Que no encontraba tallas de ropa. Que un día llegué a sentir que mi vida se había acabado en un asiento de la universidad.

Volviendo atrás, ¿qué significó el deporte para mí?

Como ya he dicho, hace cuatro años yo renegaba totalmente del deporte. Lo trataba como periodista, sí, pero sentada detrás de la pantalla de un ordenador en el que escribía crónicas de partidos de fútbol que me resultaban repetitivos. Y detrás de esa pantalla fue donde empecé a engordar, sentada más de diez horas al día. Cuando llegaba de la universidad, después de más de seis horas de clase sentada frente a un teclado, me sentaba en el ordenador de casa y empezaba con los artículos sobre fútbol. Día tras día, fin de semana tras fin de semana. Mis únicas distracciones eran los libros, las revistas y cómo no, algo de chocolate para intentar llenar el estómago que cada vez se hacía más grande.


Fueron años difíciles, muy difíciles. Mi vida social era inexistente. Y cuando digo inexistente es que apenas salía de casa. Me pasé más de tres años sin ir a la playa, sin salir más que para ir a clase. Muy, muy casualmente, quedaba con mis compañeros de la universidad, pero como vivíamos todos en partes distintas de la isla muchas veces se hacía complicado coincidir. Fueron años de soledad, de aventuras que sólo existían en mi cabeza o en los libros, de abandono de mí misma.


Un día, me dio por ir al gimnasio a meterme en una clase de baile, sabiendo que iba a sudar. Pero esa vez no fui capaz de bajarme del coche. Puede que fuera miedo escénico, vergüenza o falta de ganas, pero el caso es que volví a casa llorando.

No fue hasta un año más tarde o así, que un día decidí que era mejor moverse. No quería ir sola, por supuesto. Ir al gimnasio sola, estando gorda, sintiéndome bastante insegura, perdida y asustada, no era algo recomendable para alguien con la autoestima como la tenía yo (si es que la tenía). Así que, un día, me encontré a Virginia y le dije "¿me acompañas al gimnasio?" y sí, me acompañó. Yo ya ni me acordaba de cómo se encendía la cinta de caminar, o de cómo se ajustaban las correas de los pedales de la bici. Ni tampoco cómo se usaba la elíptica. Aquello fue el 18 de abril de 2013.

Las primeras semanas fueron difíciles, porque resultaban repetitivas. Diez minutos caminando en la cinta, diez minutos en la elíptica y quince en la bici. Y así todos los días. O iba variando el orden o los minutos, pero nunca la rutina. Hasta que un día me fijé en unos carteles que había por allí de unas clases que habían empezado hacía poco. Confieso que me aterraba ir a una clase. Confieso que esa, en concreto, me daba pánico. Pero unos chicos que habían ido ya me animaron diciendo "no pasa nada, si no puedes seguir paras, o haces el ejercicio con menor intensidad". Vale, pues un día me decidí a ir. Vuelvo a mencionar que ese día, un 27 de junio de 2013, estaba realmente asustada. Y no lo digo exagerando, o como una metáfora; tenía miedo. Me senté por fuera del aula a esperar y más de una vez pensé en irme. Total, nadie me conocía todavía, podía marcharme sin más. Aun así, esperé. Y por haber decidido ir aquel día a esa clase, por ese simple gesto, por esa decisión que a cualquier persona puede parecerle normal, ordinaria, de rutina casi... Esa decisión a mí me cambió la vida.

Y no estoy exagerando.


Aquella primera clase fue dura. Era un día en el que había partido de la Copa Confederaciones, si no me equivoco, así que no había mucha gente. Mejor, así pocos se darían cuenta de lo novata que era. Sufrí, claro. Hacía años que yo no sabía lo que era sudar de verdad, y ahora lo estaba experimentando de golpe.

Menos mal que fue un jueves. Las agujetas me mantuvieron todo el fin de semana con hielo a cada rato y sin poder sentarme. Pero, y ahora me doy cuenta, qué habría sido de mí sin esas primeras agujetas.


Expliquemos ahora por qué aquella aparentemente banal decisión rompió todos mis esquemas, cambió el rumbo de mi vida (esto es de una canción de Luis Fonsi). A ver cómo lo explico sin pasarme.

El día 27 de junio de 2013 entré en una clase, pero ese día entré también en mi propia vida. Una vida que yo no había imaginado para mí, por supuesto, que me había resignado a vivir los años que me quedaban sentada en un sillón, tapada con una manta viendo la tele. Puede que gracias a Virginia, que me acompañó aquél primer día a encender la cinta de correr, comenzara todo. Puede que el día que me metí en aquella clase, aun con el miedo desmesurado que sentía, fuera el día en que tomé la mejor decisión que he tomado hasta ahora.


No exagero si digo que no fue sólo la clase, sino quién la daba, por supuesto. Confieso que Juan Carlos me imponía. No sé si por ser el coordinador, o por ser el monitor/entrenador, o porque simplemente yo estaba asustada, pero me daba miedo. Incluso cuando me preguntó mi nombre, me sentí una niña más ingenua aún de lo que ya era. Madre mía, que yo hacía años que no hablaba con gente nueva.

Si pienso en aquel momento, sólo saco una conclusión; y es qué hubiera sido de mí si no me hubiera atrevido a ir. Supongo que ahí está reflejado el efecto mariposa, que dice una pequeña acción puede cambiar el mundo. O, al menos, mi mundo. O que debes atreverte a hacer algo que está fuera de tu zona de confort, o que las decisiones que más cuestan son las que cambian nuestra vida. Atreverse, también se dice.

Así que entré en aquella clase. Sin poder saltar al cajón, sin poder levantar la rueda, sin poder saltar bien a la comba ni levantar más de cinco kilos. Vale, era normal, sobre todo después de años de inactividad.

Tardé más de seis meses en poder con la rueda, y más de dos años en saltar el cajón.


Me queda mucho por mejorar, por supuesto. Eso fue sólo el principio. En este momento, y echando la vista atrás, sólo pienso en que me he encontrado por el camino a personas que ahora son imprescindibles. Eso es lo más importante. 

Seguí estudiando después de la carrera, y no fue otra cosa que un ciclo de Animación Deportiva. Yo, que siempre había sido la inútil en Educación Física. Y terminé dando clases de natación al lado de esos profesores que me ponían bajas notas en la evaluación de la ESO.

Encontré trabajo. No una, sino varias veces, y encadenadas.

Descubrí que lo mío era el agua, aunque ahora lleve meses sin meterme a la piscina.

He recorrido media isla yendo a competir, y tengo historias para contar de cada una de esas competiciones.

He terminado viajando más de lo esperado, entre el ciclo y el trabajo.

He cambiado mis rutinas, mi organización semanal, mis horarios, sólo porque no puedo dejar de entrenar los días marcados, y lo hago con sumo gusto.

He perdido más de veinticinco kilos, que se dice pronto, y los que me quedan por perder.

Y por último, he vivido. No sólo por la variedad de emociones que sientes antes y después de competir, o al terminar un entrenamiento que ha ido bien, o mal. No por subirme a un podio cuando yo nunca me lo había planteado, ni por haber ido a sitios que no conocía. Sino porque he conocido partes de mí que no sabía que estaban ahí. Porque me he descubierto luchando por un objetivo, que me mantiene a flote cuando el resto va mal. He hecho cosas de las que no me creía capaz, he conocido a personas que me han "salvado" la vida de muchas formas, y me he acercado a otras que ya estaban, pero que ahora están de verdad. He vivido cosas que pensaba que nunca viviría, he pasado ratos que no cambiaría por nada, he experimentado situaciones muy nuevas para mí.

¿Qué hubiera pasado si aquella tarde no hubiera decidido entrar a Total, que así se llamaba y se llama la clase (pero ahora en otro sitio)? Pues que seguramente hubiera ido a la siguiente.

Casi cuatro años después de aquella tarde de junio, lo único que me "duele", por decirlo de alguna manera, es no haberme atrevido a ir antes. Quién sabe, igual las cosas hubieran sido de otra manera. Mejor, o peor, pero de otra manera. De todas formas, sigo diciendo que gracias a la necesidad de cambio que tenía en aquel momento, conseguí algo que no había tenido casi hasta entonces: un poquito de vida. Una vida que en algunos momentos puede parecerme difícil, que tiene días malos y días buenos, situaciones que me hacen replantearte quién soy y hacia dónde voy. Pero me imagino que eso le pasa a todo el mundo. Supongo que todos estamos un poco perdidos en esta vida, pero es bueno a veces mantener una constante. Algo que te haga desconectar por unas horas de la vida real, que te permita vaciar la cabeza y centrarte en el cuerpo, dejar atrás las rutinas diarias y pensar en los minutos que dura la serie, o en cuántas repeticiones llevas, o en el peso que le pondrás a la barra en el siguiente ejercicio. Yo qué sé. Esto me ha salvado a mí durante estos últimos años, y es lo que muchas veces me distrae de mí misma.


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