miércoles, 9 de noviembre de 2016

Las sirenas no corren

Nunca podré decir por qué empecé a correr. Quizá sí por qué seguí. Pero nunca por qué empecé. Puede que porque me llevó la corriente, porque me pareció una buena forma de seguir avanzando en el deporte, o porque quería probarme a mí misma. 
 
Comencé con el I Maratón de Santa Cruz, con 8 kilómetros que se me hicieron eternos. Iba sin entrenarla, con miedo en las piernas y ganas en el corazón. Pero la falta de entreno en carrera me pasó factura y terminé vomitando a 200 metros de la meta, con problemas de rodilla en los días siguientes y la sensación de que debía mejorar o lo iba a pasar mal.

 
Pasaron los meses y no se me ocurrió otra forma mejor de acabar el año que con la San Silvestre Realejera. Más nunca. Subida, bajada, y una fascitis que me llevé para casa. Puede que fuera el calzado, los tacones de la noche de Fin de Año o, de nuevo, la falta de entreno. Pero volví a pagar con creces el error.


Poco después me dijeron "si no has corrido nunca más de 10 kilómetros, no has corrido". Eso me llegó al alma, como quien dice. Así que intenté mejorar. Me empeñé en demostrar que sí que podía hacerlo, que podía correr más de 10 kilómetros. En demostrármelo a mí misma, porque aquello no había sido más que un simple comentario en una conversación cualquiera.

Pasó el tiempo y se me metió en la cabeza hacer algo en montaña. Busqué algo corto, asequible... y voy y me meto a hacer la corta de Diente de Sierra, de 8 kilómetros. Corta, decía. Asequible, decía... Por supuesto que no. Aquella vez me di cuenta de lo difícil que podría llegar a ser el meterte en algo que no es lo tuyo. 


Llegó noviembre... y volví al Maratón de Santa Cruz. Otra vez 8 kilómetros, otra vez un tiempo de pena... pero mejores sensaciones, y sin vómito. Eso me envalentonó... me encontraba mejor y no había terminado con lesiones, así que vi Anaga en el horizonte. Y me apunté a la KVertical. Ya había corrido 8 kilómetros, lo siguiente eran 10, aumentando 2 cada vez.


La KVertical me sorprendió. No tanto por mí misma, porque sufrí lo que no estaba escrito y vi cómo me adelantaba el 98% de los corredores. Sino por lo que vi, por cómo me sentí emocionalmente haciendo aquella carrera. Intenté disfrutar el impresionante y algo intimidante paisaje de Anaga, y a ratos lo conseguí. Y llegar a Chinamada, con amigos en el peor momento de la carrera, me dio aire para seguir los últimos kilómetros. 


Llegar a meta fue un alivio. Pero aunque llegué penúltima, lo hice y eso me valió.

Sin embargo, quedaba la carrera de casa, la Media de Acentejo, que no había hecho antes por miedo. Y vaya si el miedo estaba justificado. Lo descubrí cuando dieron la salida y me fui quedando atrás, y cuando vi aquellas subidas embarradas por las que no sabía si seguir o esperar allí a que alguien me recogiera. 


Nunca había sufrido tanto en una carrera. Calambres en las piernas que no me dejaban bajar, debilidad en los tobillos que me hicieron temer por un esguince, momentos de vértigo en lo alto de la montaña, instantes en los que debía sentarme y bajar de culo, o poner las manos porque no me atrevía a bajar caminando. Tengo un problema horroroso con las bajadas, y esa vez se hizo aún más acuciante. Llegué llorando, porque aquellas horas de carrera se convirtieron en una verdadera odisea para mí. Si llegué fue solo porque sabía que estaba en casa, que todo se iba a acabar en cuanto cruzara el arco de meta. Pero nunca, nunca, me había sentido tan mal en competición como aquella vez. 


Cuando llegué (última) y me pusieron la medalla finisher, lo primero que dije fue "esta es la última vez". Pero no lo cumplí. 

En septiembre, volví a las andadas en la Carrera de Montaña de Ravelo, otra vez 8 kilómetros. Pero no todo iba bien, cómo no. El día antes había hecho la travesía de El Roque, en Garachico, y me había llevado unas cholas para patearme toda la avenida de Garachico. Dos veces. Teniendo una carrera al día siguiente. Acabé llena de llagas y con los pies echando humo el mismo día. Así que a la mañana siguiente, los tacos de los tenis parecía tenerlos dentro del zapato.


A pesar de todo, ha sido la única carrera de montaña que he disfrutado. Quedé penúltima una vez más, pero conocía el recorrido, sabía que no iba a volver a correr y que no iba a ganarme sino a mí misma. Así que me centré en disfrutarla como si fuera un entrenamiento con dorsal. Y lo conseguí. Aún con las llagas, aún con ese penúltimo puesto, aún teniendo miedo de las bajadas y viendo cómo me adelantaba hasta el escoba.

Me quedaba pendiente el III Maratón de Santa Cruz, pero esta vez no me arriesgué. Los entrenamientos no me estaban saliendo, correr más de 15 minutos se me hacía una tortura y las ganas no mejoraban. Así que me rendí. Si es que se puede llamar rendirse a ser coherente y no hacer algo que más que disfrutado, iba a ser sufrido.

Por delante me queda mucho por nadar, mucho por mejorar, mucho por descubrir. Pero he dejado la carrera a un lado de momento, al menos hasta que me vea con fuerzas suficientes como para insistir. A veces es mejor ver los toros desde la barrera, centrarse en lo que sabes hacer, y dejar a un lado el sufrir por algo que ni siquiera me gusta demasiado. Si vuelvo a correr, será porque realmente esté convencida. Hasta entonces, me verán al otro lado del arco de meta, sacando fotos, vídeos, o simplemente observando. 

Al fin y al cabo, las sirenas no corren.

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